Recientemente leí a George Orwell, un afanado escritor y periodista británico, defensor a ultranza de la libertad de prensa de la década de 1940, siendo su década de máxima actividad literaria. Crítico directo de la autocensura británica de la época, considerado la gran molestia de su generación pues ponía en manifiesto la pasividad, pusilanimidad y torpeza de los medios ante la atrocidad stalinista que se estaba perpetrando en esa triste y conocida fecha: la Segunda Guerra Mundial.
Orwell combatió contra redactores, periodistas, productores literarios y un sin fin de profesionales del gremio de la literatura y el periodismo. Combatió no por una censura gubernamental, no. Combatió por la autocensura que se estaba dando en ese país, combatió para recordar a los cuidadores y alumbradores de la verdad (periodistas y escritores) que es de imperativo moral y profesional comulgar con la libertad de expresión, dar las espaldas a la censura gubernamental pero ante todo erradicar la idea de autocensura dogmática lograda a través de un adoctrinamiento pasivo pero sumamente invasivo.
Entrando en materia: Orwell crucificó a todo escritor que no hablase de los crímenes que sus aliados en ese momento estaban haciendo en la Rusia Soviética. ¿Qué ocurría en Rusia? El terror de los gulags: los campos de concentración análogos a los rusos. Siendo el pueblo ruso el gran olvidado de la Segunda Guerra Mundial, se estima que murieron 1,6 millones de personas en esos campos del horror y la mentira. Por supuesto, dichas estimaciones se hicieron en base a archivos incompletos en una época donde la primera víctima fue la verdad. Según otros historiadores se cree que la cifra podría subir prácticamente a 20 millones. Insignificante frente a los 5'6 millones de sus análogos alemanes.
Pero, la pregunta es: ¿qué pasaba en el resto de Europa Occidental que apenas hubo eco de esto? Sencillo: para bien o para mal eran nuestros aliados más orientales, unos aliados que pese a su gran golpe alemán sobre ellos, no dejaban de ser temibles.
¡He aquí cuando comienza la historia del hombre del saco! En esa época nadie con la suficiente materia gris como para ser periodista se atrevía a anunciar una sola palabra en contra de nuestros amigos stalinistas, evocar la verdad, como bien decía Orwell, era sinónimo de un silenciamiento pertinente y recurrente. La pregunta que debemos hacernos y reflexionar sobre ello es la siguiente:
¿Acaso no toda vida humana segada imperativamente no se merece una digna justicia?, ¿acaso no hay algo más amoral que la pasividad ante el crimen?
Los escritores y periodistas británicos lo tenían claro: no se habla mal de los rusos, que los rusos, son mucho ruso. Triste, pues no se justifica en una censura gubernamental, sencillamente se creó un motor de censura ortodoxa cuyos engranajes daban vida al mismísimo movimiento perpetuo. En síntesis, ellos mismos se censuraban, y ellos mismos se privaban de voz aunque estuviesen de acuerdo con la publicación. La eterna pescadilla que se muerde la cola.
Orwell lo tuvo muy claro, hombre de convicciones de los pies a la cabeza, tanto que sus acciones lo llevo incluso a mendigar en su propia tierra. No obstante, es un ejemplo de que la perseverancia premia al justo y vigilante. Orwell después de años consiguió publicar Rebelión en la granja, una obra crítica (muy sátira), donde pone manifiesto las atrocidades de los totalitarismos (concrétamente, stalinismo) a través de una historia metafórica. Ciertamente no fue fácil evocar la verdad en una época donde las verdades incómodas eran molestas y donde se daba preferencia a la mentira opioide. Pero la pregunta que me ha llevado a escribir todo esto es:
¿Hemos cambiado?, ¿hablamos o pensamos en libertad? Quiero pensar que ligeramente nos hemos vuelto algo más libres, pero en absoluto lo necesario para ser una sociedad librepensadora. Seguimos estancados en el qué dirán de Lorca o en el estancamiento espacio de Buero Vallejo y su escalera asfixiante. Seguimos callando por miedo a la reacción de que nuestras voces disformes al coro borreguil provoque altercados que irrumpan en nuestros idílicos estado del bienestar. Invito desde aquí a la reflexión siguiente, en concreto a todos aquellos que se dediquen a la tarea del periodismo: ¿el precio que se paga por vuestro educado silencio hace balanza con la pérdida de la libertad expresiva?
Finalmente, dejo una parte del prólogo que daría a pensar hasta al más dormilón y desinteresado de los cerebros:
«Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bien pensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concrétamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias o intelectuales.»
Extracto del prólogo de Rebelión en la granja, por George Orwell.
Una de tus fotos sale de aquí:
ResponderEliminarhttp://www.chgs.umn.edu/histories/minnesotans/andHolocaust/pastche/index.html
Es de Dachau